Es probable que la fecha del 19 de julio no les diga nada. Sólo que va después del 18…, ya saben. El 19 de julio de 711 las tropas árabes del califato de Damasco derrotaron junto al río Guadalete al ejército del rey Roderico. Mil trescientos años atrás el panorama militar, político, religioso y cultural de la península Ibérica sufría uno de sus cambios más radicales. Y no hablo de España, ni de Portugal, porque no existían.
¿Y a qué sale este tío con esas, con la crisis que estamos pasando?, se dirá alguno. Pues, sí. Es verdad. Aquello si que fue la crisis de un sistema, el romano-visigodo, a manos de otro, novedoso y triunfal, el islámico. Me extraña el clamoroso silencio conmemorativo. Pocos actos y muy medidos. Recuerden que en 1992 se celebró el descubrimiento de América, la conquista del sultanato de Granada y la expulsión de los judíos. ¡Ahí es ná! Y se invitó a los países árabes y al estado de Israel a unirse al jubileo. Hace falta cara dura. ¡Y vinieron!
En un país donde muchas fiestas regionales y locales conmemoran derrotas y victorias –el casco antiguo de Badajoz, sin ir más lejos, celebra saraos con motivo de la conquista de Batalyús por Alfonso IX- no habría estado mal algún recuerdo nacional con cierta substancia. El año 711 se produjo uno de los cambios más trascendentales habidos en el continente europeo. Y aquí se abrió, fuera de guerras y enfrentamientos –también cultura-, una de las etapas más gloriosas, si no la más, que nunca tuvo lugar sobre la vieja piel de toro a lo largo de su historia. Y no exagero. Felipe II nunca fue cabeza de la Iglesia, aunque en su imperio no se pusiera el sol. Abderrahmán III, el califa de Córdoba, no dominaba sobre tanto terreno, pero abrió una época de enorme importancia cultural. Y, además, era el Príncipe de los Creyentes, la sombra de Dios sobre la tierra.
Aún se nos ve el plumero. No acabamos de entendernos como grupo cultural, ni, quizás, como nación, a pesar del diálogo de civilizaciones. Y Badajoz le debe a la conquista árabe su existencia como ciudad.
¿Y a qué sale este tío con esas, con la crisis que estamos pasando?, se dirá alguno. Pues, sí. Es verdad. Aquello si que fue la crisis de un sistema, el romano-visigodo, a manos de otro, novedoso y triunfal, el islámico. Me extraña el clamoroso silencio conmemorativo. Pocos actos y muy medidos. Recuerden que en 1992 se celebró el descubrimiento de América, la conquista del sultanato de Granada y la expulsión de los judíos. ¡Ahí es ná! Y se invitó a los países árabes y al estado de Israel a unirse al jubileo. Hace falta cara dura. ¡Y vinieron!
En un país donde muchas fiestas regionales y locales conmemoran derrotas y victorias –el casco antiguo de Badajoz, sin ir más lejos, celebra saraos con motivo de la conquista de Batalyús por Alfonso IX- no habría estado mal algún recuerdo nacional con cierta substancia. El año 711 se produjo uno de los cambios más trascendentales habidos en el continente europeo. Y aquí se abrió, fuera de guerras y enfrentamientos –también cultura-, una de las etapas más gloriosas, si no la más, que nunca tuvo lugar sobre la vieja piel de toro a lo largo de su historia. Y no exagero. Felipe II nunca fue cabeza de la Iglesia, aunque en su imperio no se pusiera el sol. Abderrahmán III, el califa de Córdoba, no dominaba sobre tanto terreno, pero abrió una época de enorme importancia cultural. Y, además, era el Príncipe de los Creyentes, la sombra de Dios sobre la tierra.
Aún se nos ve el plumero. No acabamos de entendernos como grupo cultural, ni, quizás, como nación, a pesar del diálogo de civilizaciones. Y Badajoz le debe a la conquista árabe su existencia como ciudad.
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