lunes, 9 de abril de 2018

Derrota de Alfonso VI de Castilla en Zalaca

06/04/2018 - Por CARMEN PANADERO DELGADO


El rey de la taifa de Sevilla, al-Mutamid, agobiado por los tributos que estaba obligado a pagar a Castilla y por las derrotas y humillaciones infligidas por Alfonso VI, dudaba en pedir ayuda a los almorávides.

Descartaba tal medida cuando recordaba un antiguo augurio que vaticinaba que su dinastía sería destronada y esclavizada por una tribu de fanáticos africanos que invadirían al-Ándalus.

Si todas las taifas andalusíes hubieran sido capaces de unirse, no habrían necesitado la ayuda de nadie. Pero enconadas rencillas enfrentaban a las diferentes dinastías de los múltiples reinos.

Tan seguro estaba al-Mutamid de que sin el refuerzo almorávide no lograrían unirse ni, mucho menos, librarse del acoso castellano que releía continuamente una antigua carta de Alfonso para, cuando su ánimo de llamar a los africanos flaqueara,  recuperarlo leyendo aquella misiva plena de desaires:

 “Del Emperador de las dos Religiones, el poderoso y excelente rey Alfonso ben Fernando, al rey al-Mutamid ben Abbad, que Dios fortifique y alumbre su entendimiento para que se determine a seguir el verdadero camino que os conviene; salud y buena voluntad de parte de un rey engrandecedor de reinos y amparador de pueblos, que ha encanecido en el conocimiento y prudencia de las cosas, en el ejercicio y destreza de las armas y en la perpetua consecución de victorias; el que blande las lanzas con esforzadas manos, el que hace vestir de luto a las dueñas y doncellas muslímicas, el que llena de lamentos y alaridos vuestras ciudades…” [1]


Con febril obsesión estudiaba al-Mutamid el auxilio almorávide por no dar razones a la posteridad para achacarle que al-Ándalus cayera en manos infieles, las de Alfonso VI; no podía tolerar que su nombre fuera maldecido en todos los púlpitos del Islam. Por ello, viéndose en aquel trance, contestó al hijo que le recordaba el antiguo augurio: “Si he de elegir, antes prefiero ser camellero en África que porquero en Castilla“.

Convocó en Sevilla a los representantes de las demás taifas y, por una vez bien avenidos, resolvieron enviar una vitela al jeque almorávide, Yũsuf ben Tašufin. Corría julio de 1086 d.C. El adalid africano, que por esos días habíase apoderado de la plaza de Ceuta, aceptó bajo condición de que le cedieran en propiedad la ciudad de Algeciras, porque —aseguraba— no pasaría a la península si no tenía francas y a su arbitrio ambas puertas del estrecho. Poco después el ejército de ben Tašufin cruzaba el mar y desembarcaba en las atarazanas de Algeciras; desde allí convocó en septiembre a la Guerra Santa y dirigiose con sus tropas hacia Sevilla, donde realizarían los alistamientos. Cuando al-Mutamid supo que Yũsuf se acercaba a la ciudad, le salió al encuentro con muy ricos presentes y un séquito de cien caballos. Al avistarse, lanzaron ambos sus monturas al galope, dejando atrás sus escoltas, y se abrazaron con grandes muestras de afecto.[2]

 
                                                  Alfonso VI- miniatura siglo XI

Días después se reunían en un salón del Alcázar sevillano para estudiar el plan de campaña. Hallábanse presentes —además de al-Mutamid y algunos de sus hijos y visires— Tamĩm, señor de Málaga; el walí de Beja y el hijo de ben Sumãdih de Almería. El zirí Abdallãh de Granada se les uniría más adelante, y ben al-Aftas de Badajoz los aguardaría en la capital de su reino que, por fronterizo con Castilla y León, era uno de los más castigados por los cristianos.

Alfonso VI, conocedor del desembarco almorávide, liberó a Zaragoza del duro asedio a que la sometía; dirigiose luego a Toledo con su ejército, al que seguían numerosos aragoneses, catalanes y francos; en la capital castellana uniéronseles las mesnadas de Alvar Fáñez, procedentes de Valencia, y todos se encaminaron rumbo a Coria, plaza de Badajoz que desde hacía algún tiempo le pertenecía y hacia donde también confluían las huestes cristianas de León, Galicia y Portugal.

Almorávides y beréberesBen Tašufin tranquilizó a los régulos de taifas, asegurándoles que venía a solventar sus dificultades sin esperar nada a cambio, comprometiéndose a respetar sus soberanías sin mezclarse en asuntos internos y obligándose a volver a sus tierras africanas antes de que cumpliera el plazo que habíase fijado para abandonar al-Ándalus. Tras ocho días de acampada, al alba de un día de finales de verano las fuerzas musulmanas dejaban Sevilla rumbo al norte. En cabeza iba Yũsuf con sus almorávides, tocados de negros turbantes con un velo que cubría sus rostros, dejando descubiertos solo sus ojos. Su caballería integraba a diez mil avezados jinetes. Avanzaron con rotundo percutir de tambores y banderas desplegadas, seguidos por gran copia de hábiles arqueros y esforzados peones. Tras ellos marchaban los voluntarios y, seguidamente, las huestes andalusíes de Málaga, al-Garb y Almería. Tomó el ejército el derrotero de Badajoz y, a medio camino, fueron alcanzados por el ejército de Granada, acaudillado por su rey Abdallãh[3]. Cuando ben al-Aftas de Badajoz supo que sus aliados aproximábanse a su ciudad, les salió al encuentro con provisiones y ricos presentes.
 
El ejército de los muslimes se asentó junto al Wadi-Ana en dos campos diferenciados: los almorávides, al resguardo de las altas murallas de la ciudad; las jaimas andalusíes, en una posición más avanzada. Supieron por los espías que el ejército cristiano acercábase y que Alfonso se hallaba tan ufano por sus recientes victorias y tan deseoso de enfrentarse a los muslimes que habíase adelantado con sus más escogidos caballeros, quedando separados del resto de su ejército por la sierra. Llegados los cristianos a un llano situado al norte de Badajoz, a una legua del campamento musulmán de vanguardia, allí establecieron su campo; era el paraje de al-Zallãqa (Zalaca), que en romance llamaban Sacralias (Sagrajas). Aún no habían montado sus pabellones cuando el jeque, siguiendo las normas de la sunna, envió al rey castellano un correo que decía:

En el nombre de Alá, el Clemente, el Misericordioso, me dirijo a ti para hacerte las preceptivas proposiciones a que me obliga mi ley: Sugiero en primer lugar tu conversión a la fe del Único; y si en tu ceguera, tal no consintieras, que te sometas a mí por el pago de tributo; y de no acogerte a ninguna de esas alternativas, que aceptes el combate.
 
Dicen que Alfonso VI de Castilla rugió de cólera:
— ¡¡Osa dirigirme una carta como esa a mí,…a mí!! … ¡Cuando mi padre y yo venimos imponiendo parias a muslimes desde ochenta años ha! ¡Juro por Dios que no he de abandonar este lugar sin medirme con él!
  Y redactó su respuesta en los siguientes términos:
 
He sido yo quien, por buscarte, estoy pisando tierra de tu fe. Pero, mientras yo no rehuyo el encuentro, estás tú a la espera de ver la faz de los acaecimientos al pie de la ciudad para procurarte el amparo de sus murallas. Mas atiende bien lo que te digo: entre tú y yo, solo existe ancha llanura.
 
No se tomó la molestia el Emir almorávide de responder con otra misiva. Ordenó al alqatib dar la vuelta al pergamino y escribir sucintamente en su reverso:
Lo que acontecerá ya lo verás.


El 22 de octubre procuraron, según se acostumbraba, elegir en común acuerdo fecha para la batalla. Un mensaje de Alfonso llegó a los muslimes sugiriendo que, por respetar el viernes musulmán y el domingo cristiano, la contienda se diera el sábado, día 24. Convino ben Tašufin en lo apropiado de esa fecha y respondió aceptando. Pero al-Mutamid, habituado a tratos con el rey castellanoleonés, receló una añagaza en su actitud y aconsejó al caudillo almorávide:
— No confíes en sus palabras, que es sagaz y artero. Me hace cavilar su oferta… ¡como si a él le importara respetar nuestro día de oración!…  Recordad lo que os digo: la batalla la va a dar mañana, viernes.

Derrota de Alfonso VI de Castilla en Zalaca  Pero Yũsuf se atuvo a lo acordado. Presa de gran inquietud, al-Mutamid de Sevilla consultó con sus astrólogos, multiplicó a sus espías con encomienda de vigilar  el más mínimo movimiento del campo enemigo y observó todo tipo de cautelas, porque su campamento constituía la vanguardia del ejército musulmán. A la vista de las tropas acampadas, ambas huestes contrarias parecían tener un número similar de fuerzas.

 Al-Mutamid no anduvo desencaminado en sus sospechas; envolvía la noche las jaimas andalusíes en lóbrego manto, aunque apuntaba ya en el horizonte el primer clarear del viernes, cuando los espías sevillanos irrumpieron en su campo a todo galope y pusieron en pie a las tropas con desesperados gritos de alerta. Eran seguidos a escasa  distancia por las mesnadas de Alvar Fáñez y, tras ellas, toda la caballería enemiga, cubierta de hierro y pesadas armas.
 
El señor de Sevilla envió con premura emisarios a Yũsuf requiriendo su auxilio urgente. Pero ben Tašufin no atendió de momento la apremiante llamada de al-Mutamid; al parecer, el jeque adoleció esa madrugada de algún leve mal. El campamento andalusí fue acometido tan de improviso que no pudo ponerse en ordenanza. Al punto formaron en el centro las fuerzas de Sevilla con su señor al mando, el ala izquierda integró a las huestes de Granada, Málaga y Almería, y la derecha al ejército de Badajoz. El primer choque fue atroz y muchos caballeros rodaron por tierra con sus cabalgaduras. Pronto la lucha se hizo encarnizada y, pese al inicial desconcierto, los muslimes defendíanse bizarramente, estimulados por el ejemplo de sus emires, sobre todo el de al-Mutamid, que, pese a su rostro bañado en sangre y una mano herida, mostró excepcional valor[4].
 
Tras varias horas de esforzada defensa, los flancos andaluces fueron desbaratados por la caballería castellana y diéronse a la fuga al ver que los africanos no llegaban, dándolo todo por perdido; cuando ya los andalusíes desfallecían y veíase su campo desolado, tuvo a bien Yũsuf enviar una sola división de almorávides en refuerzo de la segunda línea, lo que alivió en parte la desesperada situación por la que atravesaba. Más fatigados aún comenzaban a mostrarse los cristianos, que antes de la despiadada lid habían recorrido a caballo la legua que separaba ambos campamentos soportando la carga de sus pesados herrajes.



                                       Mapa de taífas y reinos cristianos tras batalla de Zalaca 


Los almorávides agregados formaron a la zaga de las extenuadas huestes andalusíes. Delante y rodilla en tierra, se distribuyó la prieta hilera de infantes lanceros sudaneses, que hincaron sus lanzas en la tierra, inclinadas hacia el enemigo para que en ellas se ensartase con la fuerza de su carga la caballería pesada de Castilla. Tras los lanceros, los arqueros de las cabilas de al-Magreb lanzaron sus saetas contra las fuerzas adversarias en avance. Abriéronse luego unos y otros para dar paso a la caballería ligera almorávide que, cuando chocó con la cristiana, la encontró ya muy debilitada. Fue entonces cuando los almorávides se incorporaron plenamente a la batalla, aunque el jeque Yũsuf permaneció a la zaga, oculto tras una colina con su escogida guardia y quinientos guerreros negros sudaneses.
 
Miles de infantes castellanos avanzaron desde la retaguardia para apoyar a su desfallecida caballería, ocasionándose enorme daño y mortandad en ambos ejércitos; al punto, un estruendo de tambores amplificado por el eco de los montes espantó a hombres y a bestias, oyéndose a varias leguas de distancia. Las mesnadas cristianas miraron hacia lo alto, creyendo que el cielo se desplomaba; los caballos recejaron, se encabritaron y muchos caballeros resultaron descabalgados y heridos. Terrible momento atravesaban las huestes de la Cruz cuando una gran masa de almorávides, vestidos de negro, avanzaron hacia su adversario en perfecta formación; era la infantería de Sir, integrada por zenetes, lamtunas, gomaras y masamudas, hombres austeros y durísimos del norte africano que se movían al ritmo infernal de los tambores.
 
Los cristianos retrocedían y los más distantes tornaban grupas hacia su campamento, como si algo acaeciera a sus espaldas que recabara su atención[5]. Y lo que acontecía era que, en un movimiento envolvente por los flancos y mientras la división enviada en avanzada distraía a los castellanos, Yũsuf ben Tašufin había conducido a sus almorávides hasta el campamento cristiano y habían caído por sorpresa sobre él, estragando a su paso como desmandado huracán, al grito de “Allahũ Akbar”, ¡¡Alá es grande!! La pelea hacíase cada vez más cruel; la tierra, antes reseca, embebía la sangre, y los contendientes resbalaban en aquel fango rojo; lidiaban sin tregua sobre una alfombra de despojos sanguinolentos, tropezando en las cabalgaduras reventadas. Lucharon los muslimes con tal ardor que desbarataron al enemigo, atropellaron sus pabellones y llenaron de confusión y espanto el campo cristiano
Batalla de Zalaca o Sagrajas_ Extremadura medieval


Avanzaron luego los africanos con banderas desplegadas y al mando de su Emir, lanzando el ataque en una estrategia de oleadas de enormes masas compactas y en admirable disciplina, que encerraron a los castellanos entre las filas andalusíes y las almorávides. Allí fue donde la batalla volviose más inhumana; con lanzas cortas se embestían, las espadas se abrevaban en sangre y las hachas y mazas hacían saltar  aceradas piezas de las corazas. El fragor de la contienda, el estrépito de metales, las órdenes, las invocaciones, los desesperados alaridos y horrorizados relinchos amortiguábanse por el estruendo ensordecedor de los tambores.
 
Sorprendido por su zaga, el ejército de Alfonso se defendía en precario. El sol  iniciaba su declive cuando los andalusíes que habíanse dado a la fuga en la batalla del amanecer regresaron con redoblados ánimos para sostener a al-Mutamid. Con un percutir de tambores más agudo, Yusũf ordenó a su guardia de reserva que entrase en lo más crudo de la contienda; eran sus temibles lanceros negros de Sudán, protegidos por adargas de piel de hipopótamo teñidas de vistosos colores.
 
Cuando los cristianos vieron venir contra ellos aquella despiadada tempestad, se sobrecogieron. La matanza fue espantosa, y los supervivientes, extenuados y desmoralizados, se desbandaron. Un guerrero negro acercose tanto al rey Alfonso que logró en una fiera y certera puñalada atravesar su muslo y coserlo a la silla[6]. Rodeado de un puñado de sus caballeros, el rey cristiano pudo salvarse en una huída desesperada, dejando atrás su campamento en llamas. Tomaron el derrotero de Coria, heridos y sin agua, cuando ya las sombras de la noche, piadosas, abatíanse para ocultar tantos horrores. El rey estuvo a punto de morir, ya que en la angustiosa huída de más de 100 km. sufrió un colapso —debido a que, a falta de agua, diéronle a beber vino para paliar la sed producida por la pérdida de sangre—. Entonces pasearon los vencedores por aquel campo entre gemidos de  heridos y moribundos. Las cabezas amontonadas de los cristianos hicieron de sangrientos alminares para la llamada a la oración en el crudo amanecer del siguiente día.

Aquel hecho acaeció el 23 de octubre de 1086. Tan sonada fue aquella victoria para al-Ándalus que ese año fue conocido durante décadas como “el año de Zallãqa”.

En la alcazaba de Badajoz congregáronse los soberanos andalusíes en torno al admirado y temido Yũsuf ben Tašufin, mostrándose jubilosos y agradecidos por aquel triunfo que venía a resarcirlos de tantas humillaciones y derrotas. Entre vítores  otorgaron al caudillo almorávide el título de Príncipe de los Creyentes, mientras Yũsuf les aconsejaba y encarecía que procurasen siempre entre ellos fraterna paz, pues era mucho más aquello que los unía que lo que los separaba.
 
Pese a tan contundente victoria, no supieron sacarle el provecho que hubieran podido; no reconquistaron otras plazas, pero lograron mantener la línea fronteriza en Calatrava. También trajo consigo ventajas nada despreciables para ellos: las taifas dejaron de pagar parias a Alfonso VI y el triunfo infundió a los andalusíes los alientos perdidos[7]. Sin embargo, para su desventura, no sirvió para unirlos; prosiguieron los régulos con sus recelos y perennes rencillas.

Antes de que venciera el plazo pactado para su salida, ben Tašufin retornaba a Ceuta, pero cavilando en volver pronto a al-Ándalus… y con muy diferentes miras.

[1] -“Historia de la Dominación de los árabes en España, sacada de varios manuscritos y memorias arábigas“, de José Antonio Conde,.- Facsímil.- Marín y Cª, Editores- Madrid, 1874.
[2] . “El Collar de Aljófar“, de Carmen Panadero.- Edit. Leer-e, Pamplona, 2015.
[3] – “El siglo XI en primera persona. Memorias de Abdallãh, último rey zirí de Granada” (traducción de Levi-Provençal y Emilio García Gómez).- Alianza Editorial, Madrid-1980.
[4] – “Historia de los Musulmanes de España“, de Reinhart P. Dozy.- Ediciones Turner, Madrid-1982.
[5] – “Las Grandes Batallas de la Reconquista durante las invasiones africanas”, de Ambrosio Huici Miranda.- Edit. Universidad de Granada.- Granada, 2000.
[6] – Estudiados en el siglo XX los restos del rey Alfonso VI, pudo aún apreciarse la marca dejada en su fémur por el puñal que lo hirió.
[7] – “Los reinos de Taífas. Fragmentación Política y esplendor cultural”, de Pierre Guichard y Bruna Soravia.-  Edit. Sarriá, S.L.- Málaga, 2005.
AUTORA:
Carmen Panadero Delgado



Carmen Panadero Delgado nació en Córdoba y reside en Ciudad Real. Es pintora y escritora.
Estudió Profesorado de E.G.B., ejerciendo la enseñanza a lo largo de varios años. Inició su formación plástica en Madrid, en el Estudio de Dibujo y Pintura de Gutierrez-Navas. Posteriormente, en la Facultad de Bellas Artes de la Universidad Complutense de Madrid. Por estos años escribió también una primera novela corta, para luego centrarse únicamente en su actividad plástica, realizando veintiseis exposiciones colectivas y otras tantas individuales, y recibiendo algunos premios y distinciones. Su obra se encuentra representada en Museos y colecciones públicas y privadas de España, Alemania, Portugal, Reino Unido y EE.UU.

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