Es poco conocido que Badajoz tuvo, a mediados del siglo XII, una segunda época de reinos de taifas, justo cuando los almorávides fueron expulsados con la misma violencia con la que llegaron. De ello da testimonio una de las dos magníficas inscripciones conservadas en los almacenes del Museo Arqueológico Nacional de Madrid, procedentes del antiguo cuartel de la Bomba, y que nadie parece dispuesto a reclamar. Como depósito y, al menos, durante el tiempo en que esa institución esté en obras. Mejor aquí que en un almacén anónimo.
Esos segundos reyezuelos a los que me refiero sólo fueron dos y no poseían, que sepamos, vínculos familiares entre sí. Eran jefes locales que aprovecharon el vacío de poder. El segundo acabó por prestar acatamiento a los almohades, la gran dinastía magrebí, que estaba creando un inmenso imperio. Pero este nuevo estado islámico no era otro más de los que con cierta frecuencia aparecían y desaparecían del panorama político del Magreb occidental, sino que se basaba en unos principios ideológicos propios, muy claramente definidos por su fundador, Ibn Tumart, y puestos en práctica por el primer califa, Abd al Mu’min, y sus descendientes.
Para nosotros es complicado entender cuáles eran los presupuestos teóricos en los que se basaba el estado almohade. Habríamos de entrar en cuestiones de doctrina y derecho islámico que no son del caso. Para resumir, digamos que Ibn Tumart era originario del centro-sur del actual Marruecos; que había estudiado, quizás en Córdoba, y que se había trasladado a Oriente Medio, donde conoció en profundidad la corriente mística predicada por el gran maestro al-Gazali. Sin embargo, él no puso en pie una teoría mística, sino que imitó, más bien, su espíritu que su letra. Al volver de su viaje se alzó en armas contra los almorávides, a los que le enfrentaban no sólo viejas rivalidades tribales, sino la acusación, que les hacía, de antropomorfismo. Es decir, de atribuir a Dios cualidades humanas. Los almohades consideraban a Dios inabarcable para la mente humana y cualquier intento de comprenderlo a partir del propio hombre suponía un acto de soberbia y, por lo tanto, debía ser evitado y perseguido. Por eso tuvo tantos problemas con ellos el filósofo Ibn Rushd –Averroes-, máximo exponente islámico del aristotelismo o, lo que es lo mismo, del intento de entender a Dios a partir del raciocinio humano.
Para nosotros es complicado entender cuáles eran los presupuestos teóricos en los que se basaba el estado almohade. Habríamos de entrar en cuestiones de doctrina y derecho islámico que no son del caso. Para resumir, digamos que Ibn Tumart era originario del centro-sur del actual Marruecos; que había estudiado, quizás en Córdoba, y que se había trasladado a Oriente Medio, donde conoció en profundidad la corriente mística predicada por el gran maestro al-Gazali. Sin embargo, él no puso en pie una teoría mística, sino que imitó, más bien, su espíritu que su letra. Al volver de su viaje se alzó en armas contra los almorávides, a los que le enfrentaban no sólo viejas rivalidades tribales, sino la acusación, que les hacía, de antropomorfismo. Es decir, de atribuir a Dios cualidades humanas. Los almohades consideraban a Dios inabarcable para la mente humana y cualquier intento de comprenderlo a partir del propio hombre suponía un acto de soberbia y, por lo tanto, debía ser evitado y perseguido. Por eso tuvo tantos problemas con ellos el filósofo Ibn Rushd –Averroes-, máximo exponente islámico del aristotelismo o, lo que es lo mismo, del intento de entender a Dios a partir del raciocinio humano.
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